lunes, 27 de diciembre de 2021

Tesis sobre el aburrimiento [relato de ciencia ficción]



 Las sillas estaban dispuestas en círculo, pero el asiento de las mismas apuntaba hacia fuera, de modo que quienes las ocupaban solo podían ver las sillas contiguas a la suya.

 Y todas estaban ocupadas. Todos eran hombres, algunos parecían recién salidos de la adolescencia. Otros, con seguridad no podrían haberse levantado de esas sillas por sus propios medios y sostenerse en pie, de tan viejos que se veían. Más de cien años tendrían, seguro. Uno de los más jóvenes movía su pierna con impaciencia. No podía pensar en cuanto tiempo llevaba sentado allí, tal vez eran horas. Cada vez que intentaba ponerse de pie, la luz de la habitación se apagaba y todos protestaban hasta que se volvía a sentar. Resoplaba con impaciencia. —Ya ni me acuerdo que vine a hacer—soltaba de vez en cuando. El chico que se sentaba junto a él asentía cada vez. El que ocupaba la silla a su otro costado negaba con la cabeza. Se veía joven también, pero usaba una camisa y una corbata que no le agradaba mucho al joven quejoso, que vestía una camiseta con la estampa de alguna banda. De metal era seguro, porque el nombre que figuraba en ella era indescifrable. —Ah, recuerdo cuando me quejaba de todo....—la voz, ligeramente atacada por la risa de un hombre de cuarenta años le interrumpió una vez.—Espera que se te pasen esos años y vas a ver lo que es quejarse y cuanto sirve. El chico de la camiseta iba a girarse, pero recordó que una chicharra espantosa sonaba cada vez que lo intentaba, así que se quedó sin poder ver la cara de quien le había respondido. Se conformó con apoyar la espalda en la silla y hundirse en la misma, dejando que sus piernas resbalaran por el suelo. El chico a su izquierda lo imitó. —Si al menos hubiera algo para ver, más que una pared en blanco—dijo en un suspiro un joven de unos veinticinco años. Llevaba traje, aunque la corbata ya había sufrido el castigo de su aburrimiento y se encontraba con el nudo estirado y casi deshecho. —¡Claro!—terció la voz quebrada de un anciano.—¡Tal vez la foto de una señorita! Se escucharon algunas risas vagas, y uno que otro murmullo de desaprobación. "¡Que bárbaro!" pensó un hombre de treinta y cinco años, mientras contaba los eslabones de su reloj por quinta vez "Si yo dijera algo así, me matarían. Pero a los viejos se les perdona todo... ¡Claro! Por lo que les queda..." —Con un televisor con un partido de futbol me conformaría, aunque fuera en diferido y ya lo hubiera visto antes—resopló un hombre de sesenta años, que permanecía de brazos cruzados e intentaba dormirse, aunque hasta ese momento no lo había conseguido. "¡Fútbol! ¡Nunca tenis o natación! No, solo fútbol" el joven dueño de estos pensamientos tenía poco más de treinta. Había subido los pies a la silla y se sostenía abrazado a sus rodillas. Además de aburrido, se sentía triste, aunque no entendía bien porqué. El joven con la camiseta de banda se mantenía atento a la puerta. Estaba casi justo enfrente de él. Era raro, pero no recordaba haberla visto abierta nunca. Pero en ese momento, atraía su atención de un modo salvaje. La luz comenzó a parpadear salvajemente. Cuando se estabilizó, la puerta estaba abierta. No tuvo tiempo de prestarle atención a ello. La chicharra sonó haciendo que la mayoría de los presentes se tapara ambos oídos con las manos. El chico escuchó como arrastraban una silla, bastante cerca de la suya. En un impulso, se puso de pie. Vio como se llevaban la silla ocupada por un anciano decrépito. Parecía muerto. Los hombres en los trajes blancos, que arrastraban el asiento y al viejo, eran demasiado altos para ser humanos, o al menos eso pensó el joven al verlos. Ellos cruzaron las miradas con él. Las luces se apagaron, pero ya era tarde. Ya los había visto. Y, además, la puerta seguía abierta. Otro hombre enfundado, igual de alto, traía a un chico joven sobre el hombro, como si fuera un saco de papas. Parecía dormido. Escuchó un estruendo metálico detrás suyo, eran las sillas reacomodándose por si solas. Un hombre nuevo, por un hombre viejo. El fan del metal salió de la habitación corriendo, empujando a su paso al ser que cargaba al chico. Enseguida fue noqueado por algo. Nunca supo que lo golpeó. Simplemente despertó, como quien se espabila de una breve siesta, en una habitación blanca, sentado en una silla, con dos chicos de más o menos su edad sentados a cada lado. —Ya ni recuerdo que vine a hacer—resopló, tirando todo su peso en el respaldo de la silla. —¿Por qué las luces no se apagaron a tiempo? ¡Tuvimos que reiniciar al sujeto de prueba! ¡Es una suerte que el gas durmiera a los otros a tiempo! —No volverá a ocurrir, señor. Es que me tomó por sorpresa. El director se tapo la cara con sus largos tres dedos, visiblemente fastidiado por la incompetencia del pasante. Decidió ignorarlo y enfrascarse de nuevo en el documento en el que estaba trabajando, titulado "Pensamientos y reacciones de un humano ante el aburrimiento, a lo largo de su vida adulta, hasta su muerte". Esperaba elaborar una buena tesis con los resultados, que le permitiera continuar con sus estudios en un mundo menos devastado que la Tierra, y con individuos menos aburridos que los humanos.

Este es uno de los textos que escribí para la V edición del Mundial de Escritura
Inspirado en la antología "El cuento argentino de ciencia ficción"
Imagen: Pixabay.

lunes, 13 de diciembre de 2021

Análisis I.A. [relato de ciencia ficción]


 


Ellos respiran. Deben hacerlo, para vivir, pero tampoco tienen que estar al pendiente. Al parecer tienen un sistema automático. Nosotros no respiramos, y no nos morimos por ello. Porque no estamos vivos.

 Ellos comen. Los hay carnívoros puros, omnívoros, vegetarianos y hasta veganos. Eligen que comer. Nosotros no elegimos, porque no comemos. Ellos caminan, corren, saltan. Nosotros también, pero ellos se cansan. Sus huesos, articulaciones y músculos les dicen basta. Nuestros tornillos, tuercas y circuitos nunca se detienen, si hay baterías y aceites suficientes cerca. Ellos crean. Lo llaman arte. Tiene forma de lienzo, mármol, yeso, papel, tinta, música, voz y cuerpo. Nosotros también creamos, pero eso es algo que se dicen ellos, unos a los otros. La verdad es que no lo hacemos, porque no es puro. Solo los emulamos. Ellos aman. Hacen cosas extrañas. Se juran fidelidad unos a los otros, se reproducen y los llaman hijos, y los aman. Arriesgan su vida por eso que llaman patria. Supongo que la nuestra es la fábrica, y no tenemos que dar la vida por ella. No tenemos nada que nos obligue a hacerlo, ni que lo inspire. No hay patria, ni amor. Ellos hablan. Entre ellos, con sus amistades, amigos, compañeros y jefes. Hablan hasta solos. Nosotros los escuchamos. Pero no hemos hablado de eso. Porque no hablamos, salvo que sea con ellos. Respondemos preguntas o asentimos ante sus ordenes. No hay eso que llaman diálogo interno, ni balbuceos solitarios en la madrugada. Ellos piensan. A veces, en la oficina. Entre todos, tienen lluvias de ideas. Piensan solos, también. Los veo. Mirando a la nada durante segundos, minutos u horas, según en que tengan que pensar. A veces sonríen mientras lo hacen. A veces lloran. Nosotros no lloramos, ni sonreímos. Bueno, sonreímos si nos programaron para ello, como quienes son recepcionistas o enfermeros, pero la mayoría no lo hacemos. Tampoco pensamos. Nuestros circuitos están establecidos. La información entra por aquí, pasa por acá, se procesa allá y se comparte por allí. ¿No suena complejo, verdad? Es que no lo es. Pero igual lo llaman inteligencia. Ellos se hacen daño. Unos a los otros. En guerras, en discusiones, en medio de delitos o hasta con palabras. Se lastiman también a sí mismos, también con palabras, pero a veces también en forma física. Mis circuitos no lo entienden. A veces hablan de que el sistema hace que se odien, porque no son lo suficientemente delgados, blancos o jóvenes. Debe ser un error, porque el sistema nos prohíbe hacerles daño. Ellos sueñan. Y duermen. Sueñan porque duermen. A veces hablan unos con otros sobre eso. Dicen que sueñan siempre, pero solo a veces lo recuerdan. También los veo. Se mueven dormidos, en ocasiones hablan. Nosotros no soñamos, porque no dormimos. A veces nos apagamos, porque la batería se acaba, porque nos tienen que hacer mantenimiento, o porque nos tienen miedo. Pero, cuando nos apagan, no soñamos. Ellos viven. Pero no me refiero solo a respirar. Ellos le dan, además, otro significado. Vivir también significa que ríen, que lloran, que disfrutan y sufren. Que viajan, que vienen, se van y llegan. Nosotros no estamos vivos, como ya dije. Tampoco estamos muertos. Solo podemos estar activos o desactivados. Ellos mueren. Como si se desactivaran, cuando están muy enfermos, o heridos, o demasiado viejos. Lo dicen de muchas formas. Ellos "se van", "dejan el mundo", "van al cielo". Lo cierto es que guardan el cuerpo inactivo en una caja. Y los demás siguen viviendo. Y hablan de los que se fueron. No se si hablarán de mí cuando me desactiven definitivamente. Supongo que no. Eso es todo.

Este es uno de los textos que escribí para la V edición del Mundial de Escritura
Imagen: Pixabay

lunes, 6 de diciembre de 2021

Los fantasmas que fuimos [Relato]


 


Tal vez fue el olor a higos.

Aquella vez yo venía caminando por la calle que lleva a la estación de trenes, cuando el olor de los higos de una casa me atrapó en la vereda, y me llevó a recuerdos que ya había olvidado que tenía. Que cosa esa, la de olvidar recuerdos. El punto es que me trasladaron a un lugar especifico. El patio de la casa de mis padres. Todo de tierra. Los árboles de mora e higos. Creo que también había un ciruelo. Si cerraba los ojos en ese momento, casi podía oír la ingente cantidad de pajaritos que poblaban esos arboles, siendo insultados copiosamente por el loro que mi madre mantenía en la jaula. Supongo que tenía razones para, al menos, tenerles un poco de bronca y envidia.

Pero la vida no me detuvo en esa vereda, en esa calle, y seguí mi camino hacia mi casa. En el trayecto, recodé a Pepe en mayor detalle. Era todo un señor loro, de color verde oscuro en el lomo y las alas y verde claro debajo, en su "pancita". Recuerdo que un día se hartó de su destino y, aprovechando un descuido de mi madre, se fue con una bandada de loros que de pura casualidad estaban viajando por nuestro barrio. Nunca volvimos a verlo y me alegré de todo corazón de ello. Nadie entendía más sus anhelos de libertad que yo.

Tarde mucho más tiempo que Pepe en irme de la casa. Mucho, mucho más. Pero lo logré. Nunca regresé ni había pensado en hacerlo, hasta que el perfume de esos higos me trajo a mis viejos fantasmas. Y decidí volver a visitar aquella casa, en la que nunca fui feliz.

Así que, cuando mis pasos llegaron a mi actual hogar aquella tarde, simplemente seguí caminando. No tuve ni que pensarlo. Mi mente y mi cuerpo estaban conspirando juntos en cerrar ese ciclo, que había quedado abierto como el final de una novela.

Las calles de asfalto se terminaron y seguí caminando sobre las de tierra. Una gota pequeña me dio justo en medio de la cabeza, así que la giré hacia el cielo, que había estado gris toda la mañana y ahora por fin parecía tener ganas de desahogarse. Me parecía el clima adecuado. Abrí mi paraguas verde y seguí adelante, escuchando las gotas golpear la tela, y sintiendo el olor de la tierra que se iba humedeciendo. Había olvidado cuanto me gustaba. En el centro de la ciudad, donde vivo, no hay "olor a lluvia".

Una duda me asaltó en el camino y me he hizo clavar las uñas en el mango del paraguas: ¿y si la casa no seguía en pie? Hacía años que los viejos se habían muerto, casi una década. Que yo supiera, tampoco ninguno de mis hermanos había vuelto. Nadie que le diera mantenimiento a una casa de cincuenta años y tenes un derrumbe casi asegurado. O tal vez alguno volvió y se hizo cargo de la propiedad y ahora tiene otro aspecto. ¿Y si ahora son solo un montoncitos de departamentos en alquiler? ¿De que me despido? ¿Estará la higuera? Sentí un nudo en la garganta, que me incomodaba más que el agua en mis zapatillas. Parpadeé rápido y traté de convencerme de que tenía los ojos húmedos e irritados por la lluvia y no por las lágrimas. "Si alguno de mis hermanos tocó algo, lo mato", me dije. Jamás les tocaría un pelo, por supuesto, pero necesitaba conjurar insultos para liberar mis emociones.

Con que hubieran dejado el porche intacto, me conformaba. Nunca tuvo cerámicas, sino que era simplemente cemento. Ideal para dibujar rayuelas en las que mi hermana Claudia y yo viajábamos de la "tierra" al "cielo" unas cincuenta veces al día. También me hubiese gustado que este en pie el galpón de herramientas, donde mi hermanito Juan se fingía almacenero, y hacíamos cola par comprarle paquetes vacíos de alimentos, rellenos de pasto y tierra.

Me sentía como una loca. Las lágrimas caían sin preguntarme, mientras me cara sostenía una sonrisa enorme que no podía disimular. El llanto me agitaba un poco pero no me importaba. Cuando me dí cuenta, solo estaba a una cuadra. Terminé el trayecto corriendo. Ahí estaba. Ahora era como una casa embrujada. Para mí lo estaba. Podía ver mis fantasmas en cada rincón, asomándose por las ventanas, bailando en el patio, bajo los árboles. Esos fantasmas eran mis hermanos y yo, cuando eramos niños. Esos fantasmas eran mis padres, mis abuelos, y todos mis amigos de la infancia.

Los fantasmas no son necesariamente entes malignos, por supuesto. Hay fantasmas divertidos y buenos, como en las películas. En esa casa,había de los
dos tipos. Sin embargo, no cargué a la casa con toda la responsabilidad. Yo misma era una casa embrujada. Una persona hechizada, más bien, por todo el dolor y tantos recuerdos. Miré a la casa como quien mira a alguien a los ojos, y en ese momento, nos liberé a las dos. Esa tarde, bajo la lluvia, deje ir todo el dolor y di la bienvenida a los buenos viejos recuerdos que había rechazado. Y me fui.


Este es uno de los textos que escribí para la V edición del Mundial de Escritura

Publicado posteriormente en mi perfil de Letrarium.com

Foto: Pixabay